En 1978, los españoles firmamos un contrato: la derecha se conformó con que fuéramos una Monarquía parlamentaria, la de don Juan Carlos; la izquierda, con que fuéramos un Estado social en el que sus gobiernos pudieran desarrollar políticas socialistas; y el nacionalismo, con que se reconociera el derecho de determinadas regiones a disfrutar de una amplia autonomía. Ése fue el pacto.
Trascurridos los años, los nacionalistas han decidido quitarse las caretas y presentarse como lo que son: separatistas. La Constitución de 1978 no les parece suficientemente generosa y, ahora que la debilidad del Estado les hace albergar la esperanza de poder conseguirla, quieren la independencia. Mientras llega, y a cambio de no exigirla de inmediato, extraen de los presupuestos generales cuanto pueden. Tal desafío nunca se hubiera presentado de no ser por la izquierda, que, obligada a abandonar sus políticas por ineficaces, ha decidido resarcirse apoderándose indefinidamente de España con la ayuda de los separatistas. Creen que la sangre nunca llegará al río y que, si llega, siempre podrá recurrir a la derecha para, en el último momento, frenar a sus desleales aliados.
El empeño en conservar a don Juan Carlos como Jefe del Estado, a cambio de consentir que España fuera un Estado social y autonómico, no se debió tanto a que la derecha se sintiera monárquica, que en general no lo era, como al estar convencida de que el Rey, con su innegable autoridad moral, frenaría todo intento serio de romper la unidad de España, que era y sigue siendo el principal bien a preservar.
Durante esta legislatura que agoniza, la unidad de nuestra nación ha recibido severos ataques por medio del estatuto de Cataluña y de la negociación con ETA. Mientras estas dos amenazas han venido pesando sobre España, la derecha ha echado de menos que el Rey no les hiciera frente. Dio la impresión de que don Juan Carlos compartía el diagnóstico de Antonio Hernández Mancha en aquel extraño artículo publicado en El País en junio de 2006: España no se rompe.
Y ahora, cuando los que llevamos años venteando el peligro estábamos ya convencidos de que el Rey, con razón o sin ella, no compartía nuestros temores y por eso prefería no intervenir, irrumpen cuatro desarrapados, queman algunas efigies suyas y, al hacerlo, despiertan inesperadamente su real instinto y logran que baje a defender a la nación, su unidad y, por supuesto, la monarquía que la encarna.
Su gallarda actitud habría sido más creíble si su voz se hubiera alzado antes, cuando el ataque a la unidad de España empezó a producirse en las páginas del BOE, un lugar mucho más peligroso que las plazas de Gerona o los callejones de Lérida.
Con todo, aunque le haya hecho falta ver su retrato boca abajo para darse cuenta de lo que realmente está ocurriendo aquí desde el 11 de marzo de 2004, bienvenida sea Su Majestad. Póngase al frente, y detrás de él nos colocaremos todos, los de izquierda y derecha, los de fuera y dentro del País Vasco y Cataluña, todos los españoles que deseamos seguir siéndolo, o sea, la inmensa mayoría. Todavía está a tiempo. Se me ocurre una buena manera de empezar a ponerse al día: visitar a Regina Otaola en Lizarza. No estará solo.